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La frágil viejita que ahora está frente a mí tirando de la palanca de la máquina tragamonedas no se parece en nada a los jugadores de Las Vegas que aparecen en las películas. Su figura no encaja en la galería de personajes típicos de este mundo de excitación y fantasía. La mujer debe tener más de 70 años, es muy delgada, usa un vestido celeste y no saca la vista de la pantalla de la máquina. Lleva horas allí, esperando que esta vez sí, que esos excitantes segundos que van entre el movimiento de la palanca de la máquina y las figuras que se alinean en la pantalla la conviertan en una nueva millonaria, igual que todos los que llegan hasta esta extraña ciudad de neón, estampada como un tatuaje en medio del inmenso desierto de Mojave, estado de Nevada, en el sudoeste de los Estados Unidos.
Al lado de la viejita está jugando un hombre de camisa blanca con charreteras y botas con taco y, más allá, a las risotadas, un grupo de jóvenes de rasgos orientales y costumbres de Occidente. En las enormes y estridentes salas de los casinos –abiertas las 24 horas, porque el azar no descansa– hay de todo: rubias estilo barby; grupos de chicas y chicos en plan de diversión; negros estilo NBA con arito y tatuajes; matrimonios bastante mayores; hombres y mujeres de ropa extralarge que se desplazan con esfuerzo; señoras vestidas como para ir a misa; parejas con aspecto de deportistas y cultores de la vida sana; mujeres enfundadas en joggings de colores llamativos (fucsia, naranja, rojo).
También están, por supuesto, esos personajes que parecen haber nacido para vivir entre las mullidas alfombras y los sonidos de las fichas de los casinos: hombres mayores con pelo teñido y traje blanco; italoamericanos con cadenas de oro y texanos con aspecto de millonarios.
Las Vegas no sabe de treguas. Se juega a toda hora: a las tres de la tarde o a las seis de la mañana, da lo mismo. “Son como chicos con un juguete nuevo, pasan horas aquí, se van y al rato están otra vez jugando”, dice María, una joven de ojos verdes y pelo corto y negro, que trabaja en el hotel Paris como croupier en una de las pocas ruletas que sobreviven entre las tragamonedas y las mesas de black jack, dados y póquer.
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